Asistimos a un concierto de Liza Minelli. Con Liza me unen varios puntos de contacto: ambos somos hijos de la farándula, ella de Judy Garland y Vincente Minelli, yo de Consuelo Vidal y Amaury Pérez. Nuestras madres fueron grandes actrices; nuestros padres, extraordinarios directores de espectáculos, fallecidos los cuatro.
Antes del concierto me enteré de que su madrina, Kate Thompson, fue una gran actriz de los años 30 y 40, como la mía, que se llamó Felicia Amelivia. Hemos cargado con la cruz de heredar las profesiones de nuestros progenitores y defendernos contra viento y marea de las obligadas comparaciones.
Los dos, Liza y yo, crecimos en un mundo encantado y oloroso (con sus diferencias, claro) donde el canutillo, la lentejuela, el maquillaje, los encajes y las joyas eran más comunes que el pan y el arroz; esto lo explico a modo de introducción para que entiendan cuál era la temperatura de mi emotividad mientras iba para el concierto.
El teatro Telmex en Guadalajara es un lugar endemoniadamente moderno, y de un diseño que corta el aliento; está considerado uno de los teatros mejor equipados y cómodos del mundo (ya sabemos que los mexicanos cuando deciden hacerlo bien no hay quien les gane).
Nuestros asientos, pagados en un acto de generosidad habitual por mi cuñado, el pintor Ulises González, costaban 120 dólares cada uno y estaban situados en la primera fila de la zona VIP. Para que se coloquen en nuestra posición: con el telón cerrado, lo que teníamos enfrente, apenas a dos metros de distancia, era un pie de micrófono, cuatro bocinas de referencia y tres teleprómters.
El teatro es inmenso y muy parecido en su distribución interior al Auditorio Nacional del DF, lo aforaron para la ocasión y así cohabitamos durante dos horas unas 8 mil almas. Las preguntas que volaban en el ambiente eran: ¿Cómo se verá?, ¿Estará pasada de peso?, ¿Agotada?, ¿Hará un show corto para un público tercermundista?, ¿Repetirá lo que ya le hemos visto hacer en decenas de presentaciones televisivas como una autómata?, ¿Se comportará como una diva excéntrica?
Cuando se descorrió el telón, a las ocho y media en punto, descubrimos el mundo fascinante del arte auténtico, nada de luces móviles, austeridad escenográfica absoluta, una banda de 12 músicos, piano, teclados, drums, guitarra, contrabajo, percusión, una cuerda de metales que sonaban como Dios en perfecta sintonía, con una calidad de sonido estremecedora y cuatro bailarines-cantores, escogidos entre lo mejor del elenco estable de Broadway, que le dieron color y calor a esa fiesta del espíritu.
Con los acordes iniciales de New York, New York se desató el pandemónium y entonces, apenas con un seguidor, apareció ella.
Físicamente está como en sus mejores años, delgada y llena de energía. Sonriente y encantadora, entonó, con voz fresca y poderosa, un popurrí sobre dos canciones: Teach Me Tonight / The Man I Love, y entonces comprendimos que nuestras dudas se romperían una tras otra.
Era la Liza soñada y dispuesta a conquistarnos como si en ello le fuera la vida. Estaba vestida como siempre, blusa y pantalón rojos, ausente de oropel (apenas una pulserita de oro y unos aretes pequeños de brillantes que sólo vimos los que nos sentamos en primera fila y que después se quitó), ni un anillo, ni un collar, pálida, pequeña y de aspecto frágil que más tarde se convertiría en un huracán.
Ese fue el principio de todo, y así transcurrió un maravilloso y cautivante show al más puro estilo neoyorquino, haciéndonos delirar, ovacionar, reír y llorar, nos llevó adonde quiso, y cuando después de tres cambios sencillos de vestuario, y una hora 50 de espectáculo, entonó al fin Best Friends y New York, New York, y como único bis I’ll Be Seeing You, a capella, todos sabíamos que habíamos visto, y compartido, una de las experiencias más extraordinarias de nuestra existencia.
Creemos conocer el arte interpretativo, la entrega que convoca, el profesionalismo, la consagración (uno también se dedica a esto), pero lo de Liza es definitivamente otra cosa, hay una fuerza, una historia, una verdad, unos genes, un caer y recuperarse, que tiene necesariamente que dejar una huella, y en ella se comprueba.
Cantó y habló en inglés; fue tan cuidadosa y delicada que fraseó lento para que todos la entendiéramos. Es tan importante lo que canta, cómo lo canta, y lo que dice pues se comunica mucho también sin música.
Sus ojos y sus manos son capítulo aparte, tan esenciales como todo lo demás. Liza no cierra los ojos nunca, y las manos, delicadas y trémulas, sin pintura, con las uñas comidas por la evidente ansiedad que la colma, recorren el espacio como queriéndolo abarcar todo: el aire y los invisibles espacios… ¡y baila (aún con dos prótesis de caderas, una ligera escoliosis, y 62 años cumplidos) como una adolescente!
Me siento todavía a punto de estallar, no creo que sienta algo así nunca más porque no lo había sentido nunca antes, y por tanto lo desconocía, los sentimientos se multiplicaron. Allí estuve yo, un cubanito, delirando ante una leyenda viviente y en mis propias narices. Cuando de pie la aplaudí al final, ella se acercó, y les juro que la pude tocar si lo hubiera intentado.
Ver a Liza y luego morir, así de absoluto. Dios es bueno conmigo, voy a pensarlo dos veces antes de volverme a quejar por tonterías.
PUBLICADO EN EL PERIODICO «LA JORNADA» DE MÉXICO El 26 DE ABRIL DE 2008.
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