Por los 100 años del natalicio de Enrique Núñez Rodríguez he desempolvado una vieja crónica que le quiero dedicar. Nos unimos mucho en la última década de su vida gracias a Abel Prieto, de quien fue mentor, amigo, y de alguna manera, padre sustituto. Cada fin de semana nos visitaban en casa iluminando con humor contagioso (el de los dos) cada rincón, desde los suelos hasta las lámparas; Enrique era sabio e ingenioso. Sirva esta breve estampa para volverlo a homenajear que en nada trata de emular, por razones obvias, su inagotable, personalísimo e incomparable talento.

Amaury en Newcastle WA. Foto: Joel Valdés
A Enrique, mientras escucho a Sinatra en su nombre.
Un par de años antes de que el escritor, y amigo entrañable, Enrique Núñez Rodríguez, falleciera, nos fuimos a un viaje por provincias. Nos acompañó un inseparable de ambos, el escritor Abel Prieto, y otros que la prudencia me impide nombrar.
Al microbús en que viajamos se le ponchaban los neumáticos cada diez kilómetros de lo viejos y gastados que estaban y se fueron acabando los repuestos. Para aliviar la tensión empecé a mortificar a Enrique de todas las formas posibles. Mientras yo repetía dislate tras dislate, él fumaba cigarrillos compulsivamente con cara de fastidio por el sinfín de demoras, y su desinterés total por mis idioteces.
Esperaba una respuesta suya, irreverente, simpática y original, como él, pero no ocurría. Subí la temperatura de mis sarcasmos y nada, solo silencio, silencio, y más silencio. Me tenía el suficiente amor y confianza, para permitir mis atrevimientos, pero sinceramente siento hoy, recordándolo, que estuve desvirgando ciertos límites.
Ya sin gomas sustitutas a las que recurrir, encontramos milagrosamente una gasolinera con su respectivo taller en medio de la Carretera Central; fue como toparnos con un dromedario carnívoro merendándose un pigmeo tahitiano. Me bajé a estirar las piernas y Enrique y Abel se fueron con el chofer rodando las llantas hasta donde estaban los salvíficos mecánicos.
Toda vez que trabajaron con cariño y diligencia, Enrique, Abel, el chofer, y el grupo de “poncheros” que solucionaron el problema se acercaron a mí, que permanecí de vago en el transporte inhalando el humo de un habano. Entonces Enrique me los presentó, y con una sonrisa maliciosa dijo enfrente de todos:
¿Amaurito, tú sabes lo que dijeron de ti estos amables compañeros cuando te reconocieron en la distancia?
¡No!, le respondí nervioso, porque lo conocía bien.
¡Eh, miren a Amaury Pérez…! ¡En persona no se ve tan maricón!!! Lo enfatizó divertido, con su noble venganza a cuestas.
Los mecánicos negaron haber hecho tal comentario y huyeron despavoridos y avergonzados, lejos de nosotros, mientras me moría de la pena.
Nuevamente acomodados en el microbús, Enrique el Grande me atravesó sentencioso y remató:
Ahora, si quieres, me puedes seguir jodiendo cabrón, pero recuerda que ¡yo si juego al duro!
No volví a abrir la boca el resto del camino.
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