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Amor es que dos espíritus se conozcan, se acaricien, se confundan, se ayuden a levantarse de la tierra, se eleven de ella en un solo y único ser. José Martí

Baracoa. Foto: Julio Ángel Larramendi.

La ciudad primada de Cuba, recuerda desde hace más de dos siglos por jóvenes y adultos de boca en boca este mito. Permanece en su sentido fortísimo de pertenencia y, cuando la contamos a los visitantes, nos llenamos de orgullo. Es nuestro día de San Valentín. Daniela y Alejandro, jóvenes adolescentes, también impusieron su amor a pesar de la oposición de los padres de ella.

Los franceses, desde 1791 hasta 1804, por la revolución de Haití, emigraron hacia Baracoa y Santiago de Cuba. El asentamiento de más de 100 familias en la primera villa benefició a la economía y el desarrollo sociocultural de la localidad. El Capitán General de la Isla por Real Orden, en 1808, determinó que esas familias tenían que salir de Cuba, pues Napoleón Bonaparte, con sus tropas, había invadido España.

La adolescente Daniela, como todos los galos asentados en la ciudad primada, debía volver a su país. Una nube dolorosa se anidaba en su corazón. Su amor por el joven de 17 años, Alejandro, a quien quería con adoración e intensidad, le comunica que tenía que partir con su familia, en horas tempranas del día siguiente.

En su morada de madera y tejas francesas, en el barrio del Cuartel francés, donde vivía la mayoría de ellos en la ciudad primada, con lágrimas en los ojos, le manifiesta, ¡Qué tristeza tan grande me embarga! ¡Cuántos planes…! ¡Qué futuro tan bello soñamos! Este fuego que llevamos por dentro quieren apagarlo con mi partida.

El joven baracoeso, de tez indiana, con suavidad, toma las delicadas manos de la muchacha y le dice:

–No, no te irás. Más que amarte te idolatro. Sin tu voz, sin tu fragancia, sin tu aroma, mi vida no tendría sentido.

–¿Acaso no recuerdas aquella tarde de mayo cuando te vi y te deseé para siempre?

–Si los trinos prefieren el monte para cantar con libertad, nosotros hallaremos el modo de desafiar la osadía de los hombres.

Sígueme.

Baracoa. Foto: Julio Ángel Larramendi.

Los amantes huyen, a la ribera del río Miel, y solamente con ellos avanza la luna llena en la quietud de la noche. Sus pasos se confunden con el correr de las aguas serenas del río, que ahora se hacía cómplice de la fuga.

Alejandro y Daniela caminan por un tupido paraje, donde las mariposas blancas y gigantes helechos se sienten dueños del recinto ocupado. A veces, tropiezan con los hermosos bambúes y grandes matas de pomarrosas. Llegan a un punto distante, donde las estrellas se juntan con las aves nocturnas, muy cerca del lomerío. Se detienen, el canto de las cigarras y los musicales grillos hacen que se miren el uno al otro; mucho se dicen para que se atreva el tiempo a «desafiar el amor de ellos”.

Él la invita a bañarse: lentamente la toma entre sus brazos, como si se trepara por sus ojos azules. Sus besos jadeantes desnudan su frágil cuerpo de quince años. Ella hechizada, temblando, solloza de felicidad.

Amanece. Desde lo alto de un naranjo en rápido vuelo, unos pícaros tomeguines y alegres sinsontes dejan escapar sus notas melodiosas para saludar a los amantes que aún permanecen dentro del río; pero también a lo lejos se escucha la sirena del barco que lleva a bordo los franceses residentes

Ellos, envueltos por la emoción, no sentían la brisa suave, no escuchaban el silbido majestuoso del viento, moviendo los penachos de los palmares, que, en ese instante, compartían.

El joven enamorado, con un beso ligero en la mejilla rosada de su amada, le dice:

–Ya nadie nos encontrará, aquí estamos los dos. De pronto el diálogo de los apasionados jóvenes se interrumpe y se escucha la voz del río que les dijo: – “Desde hoy los que se bañen en mis aguas o hagan el amor, se quedarán o volverán a Baracoa”.

Baracoa. Foto: Julio Ángel Larramendi.

Baracoa. Foto: Julio Ángel Larramendi.

Baracoa. Foto: Julio Ángel Larramendi.

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